El pasado martes se nubló nuestro
solete. Nunca, nunca nubes tan negras lo habían cubierto y habían ocultado su
brillo. Pero es verdad que el solete somos nosotras, todas, y ahora falta uno
de sus rayos y faltará para siempre.
Si se pudiera localizar
y medir el gen de luchadora que porta una persona, sin duda la batalla
final es la que marca el nivel, por encima de todas las cosas. Y en eso, nadie
en un podio más alto que nuestra compañera. Luchó como ella sabía, con uñas y
dientes, con la esperanza por bandera y dándolo todo.
La admiramos por cómo peleó durante años contra su enfermedad, por su valentía para afrontar la recta final, pero sobre todo, por afrontarlo todo con la sonrisa en la cara y con la capacidad de dar ánimos a los que la rodeaban, porque lo último que quería era que la compadeciéramos y nos preocupáramos por ella. Fuera penas, nos decía. De eso, lo justo, lo inevitable.
Generosa, de la que da lo que tiene, no lo que le sobra. Respetuosa, con quien se merecía respeto. Clara y sincera, porque era auténtica y sin dobleces. La primera cuando había que estar, incluso cuando su cuerpo no le acompañaba.
Nos dio lecciones a todas, aprendimos juntas, aunque siempre creyó que era ella quien aprendía de nosotras. Nada más lejos de la realidad. Nos ha dejado también una ley en el BOJA, porque en esa lucha también dio la talla para que estuviese ahí. Así era Inés. Así es Inés, nos cuesta poner el verbo en pasado.
Su entereza, su aceptación de la que sabía iba a ser su derrota definitiva siempre quedará como la mejor de sus enseñanzas. Hasta para eso fue generosa, porque pensó más en cómo dejaba a los suyos que en cómo marchaba ella. Estamos seguras que no le dio la mano a quien venía a buscarla, hasta no dejar todo preparado. Sólo así consintió en rendirse y pasar al otro lado.
Tenemos mil y un recuerdos, mil y una fotos de luchas, pero sobre todo te llevaremos en nuestros corazones. Serás inspiración y referente para no rendirnos. Que la tierra te sea leve, compañera Inés. Para siempre entre nosotras.
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